La Plaça del Nord del Barrio de Gràcia, en Barcelona, es un paraíso infantil cualquier tarde de verano.
Se acerca una niña de siete años a una fuente pública a llenar su globo de agua. Tres amiguitos la siguen para hacer lo propio. Hablan entre sí en catalán. En la esquina de enfrente dos niños marroquíes pre adolescentes ríen en árabe y se lanzan por una chorrera pequeñita de un parque infantil. Al fondo de la plaza hay otro grupo de jóvenes mayorcitos que juegan fútbol sin camisa; unos son peruanos criados en Barcelona, otros africanos, la mayoría catalanes. El grupo de los más pequeños corre descalzo con pistolas de agua en mano, mojando a quienes se encuentran de frente.

Es la primera vez que Noah ve tantos niños juntos jugando libremente. No lleva 15 minutos en la plaza y ya está bañado en agua y sudor de 32 grados, de pies a cabeza. Los niños alrededor hablan varios idiomas y Noah entiende algunos, otros no. Pero sobre todo sabe comunicarse en la lengua universal: la (son)risa. En su primer día, ya aprendió la enseñanza más transcendental de los viajes: la importancia de estrechar puentes con la otredad, una moraleja que no se adquiere en cualquier libro, ni aula.
Noah se traslada por toda la plaza haciendo presencia en cada uno de los grupos de niños. Patea la bola de fútbol impulsivamente cuando le cae a los pies y la saca del área de juego. Algunos niños se enfadan con él, otros se ríen. Ahora pasa a jugar con los pequeños que llenan globos de agua en la fuente. Corre de un lado a otro, está sonreído. Lo observo desde la distancia.
Es el único que no tiene su globo y en un abrir y cerrar de ojos, intenta quitarle o explotarle el globo a una niña, causando dos explosiones de agua simultáneas: la del globo y la de la niña, quien comenzó a llorar descontroladamente.
Al otro lado de la plaza estoy sentada en una terraza con Mónica, mi amiga catalana, a quien conozco desde hace 20 años cuando viví e hice un Máster de Periodismo en Barcelona. Hace 13 años que no nos vemos, estamos tomando una cerveza, comiendo pulpo y poniéndonos al día, cuando el llanto de la niña interrumpe nuestra conversación. Levanto la mirada y veo al padre, a la madre, a la niña llorosa y a Noah hablando en un círculo íntimo a media cuadra de nosotros. Observo el lenguaje corporal de la escena calmadamente hasta que noto que el padre comienza a caminar hacia nosotras. Su cara de molesto me aterró. No era para tanto.
Pocos minutos después, se acercan a nuestra mesa a darnos las quejas. Que Noah le había hecho daño a su hija, que le tenía que pedir disculpas, que explotó el globo, que esto, que aquello. Todo en catalán. Afortunadamente, andaba con Mónica y ella lideró la corta discusión. Noah le pidió disculpas a la niña dos veces. Bajó la cabeza. Estaba avergonzado, pero insistía en que no había golpeado a la niña. Ella seguía llorando atacada. El padre me miraba con enfado. Yo no encontraba dónde meterme, solo quería que el momento pasara. Nunca me había pasado algo así.
Cuando el padre desapareció de la escena, aproveché para desahogarme con Mónica. «Realmente no era para tanto, ¿no?», le digo. «Yo jamás hubiera hecho eso. Creo que a los niños hay que dejarlos que resuelvan sus asuntos», insistí. Estaba segura de que mi hijo no le había pegado a la niña, sino que se trataba de un mal entendido: le explotó el globo y ya está. Tal vez fue la impresión o el susto lo que más daño causó. A mi juicio el padre había sobre reaccionado, pero bueno, estábamos en tierra ajena y aquí las reglas de crianza y convivencia son otras. Como buena catalana, Mónica me reconfortó diciendo: «tía, tranquila, ya sabes que aquí somos unos bordes y últimamente están criando a los críos como si fueran de cristal». No había más nada que añadir, Mónica tenía la razón y me había dado la razón también.
(…)
Noah nació en plena pandemia. Lo gesté 40 semanas y 2 días en el barrio Islote de Arecibo, Puerto Rico. Desafiamos el lockdown impuesto por la gobernadora de ese momento, caminando por la playa desierta frente a casa, mientras él pateaba en mi vientre. Recorrimos millas sobre la arena y las olas que rompen en la orilla. En septiembre de 2020 cuando nació- en medio de la época de huracanes en Puerto Rico- poco sabíamos que ni la vida ni el orden de las cosas volverían a ser lo mismo. Aparte de la pandemia, el parto y la maternidad, causaron estragos todos los cambios a nivel mundial y también, personal. Reinaba la incertidumbre, el cansancio, estar en modo supervivencia demasiado tiempo, y viajar, simplemente no estaba entre las opciones. Nos dedicamos en este tiempo a recorrer Puerto Rico.
Así pasaron los primeros cinco años de su vida, hasta que tuve que subirme a un avión, porque el cuerpo ya no aguantaba el encerramiento insular. Noah se quedaría en Puerto Rico en esta ocasión, con su papá, y por primera vez, yo reconectaría con el viaje, siendo madre. Una travesía a Bogotá y luego otra a Madrid, ambas por motivos de trabajo, terminarían siendo poco placenteras. Extrañaba la presencia de mi hijo y no veía la hora de integrarlo a mi agenda wanderlust, aunque el miedo y la duda solían invadirme.
¿Será posible ser madre y viajera a la vez?
Maternar en armonía no es dejar de ser quienes somos, sino aprender a integrar las necesidades e intereses propios, con los de nuestros hijos. Difícil, pero a cinco años de intentos fallidos, puedo decir que es posible.
En el verano de 2025, decidí que dejaría de una vez y por todas, el miedo a viajar sola con mi hijo de 4 años. Compré dos boletos con rumbo a España por diez días y dejé todo a la suerte. Empaqué nuestras maletitas, hice una lista de parques y zonas infantiles en Barcelona y Valencia, gestioné el resto del trayecto y contacté a algunos amigos de la maestría que no veía hace casi veinte años. El momento para cruzar frontera con Noah había llegado por fin.








Aquí, cinco cosas que aprendí sobre viajar sola con mi hijo (4) y cómo logramos tener una experiencia increíble y enriquecedora para ambos:
- La planificación del viaje es clave, pero no en modo estrés, sino más bien, se trata de fluir. Toca investigar, leer, orientarse, tener opciones. En mi caso, Noah es un niño aventurero y de mucha necesidad de actividad física, por lo que lo primero que hice fue preparar una lista de parques, actividades al aire libre y eventos para niños que pudiese integrar a la agenda que me interesaba. Es importante buscar opciones gratuitas o menos caras, si se viaja con presupuesto. También, la creatividad es clave en este proceso, pues no hay nada mejor que picnics improvisados, salidas a plazas, hacer amigos nuevos, caminatas, etc.
- Recordar siempre que por más activos que sean nuestros peques, sus cuerpos y mentes necesitan más descanso que los nuestros. Nuestro ritmo no es el mismo. Además, en Europa, por ejemplo, los días de verano son muy largos (a veces todavía hay sol pasadas las 9:00pm), por lo que una siesta después de la comida o al mediodía, ayuda a los niños mantener buen humor y estar descansados.
- Evitar las expectativas muy altas. No somos perfectos y nuestros hijos tampoco lo son. Toca tener mucha paciencia. En ocasiones me molesté con Noah porque considero tiene un paladar muy limitado. Sin embargo, se debe poner todo en perspectiva. En Europa, los menús infantiles son escasos y la cultura gastronómica infantil es diferente a la nuestra en Puerto Rico. Por lo general, los niños comen lo mismo que sus padres y ya sabemos que idealmente debe ser así (aunque no siempre se logra). Al principio del viaje Noah solo me pedía hamburguesa o pizza de almuerzo, sin embargo, ya al final, logró probar opciones nuevas y ampliar su mente en cuanto a la comida. Tener paciencia y comprender que el pequeño se adaptará poco a poco a la nueva cultura, sin prisa y mejor sin expectativas o presiones, siempre es la mejor opción para todos.
- «Espera unos años, mejor, que no se acordará», dicen algunos padres sobre viajar con niños cuando son pequeños. «Llévalo a Disney o a un crucero», fueron otras recomendaciones. La cuarta enseñanza es hacer oídos sordos a todas las recomendaciones ajenas no deseadas. Cada niño, cada madre y cada crianza son únicos y por lo tanto, incomparables. Cuánto me alegro no haber hecho caso a estos consejos, haber tenido el coraje de cruzar frontera sola con Noah y haberme lanzado a la aventura. El miedo hay que dejarlo en la gaveta. Además, el mejor regalo que podemos dar a nuestros hijos son las experiencias.
- Por último, vivir el momento. Olvidar la agenda, la lista, la urgencia y simplemente contemplar que el presente que estás compartiendo con tu hijo es lo más maravilloso que tienes y que puedes ofrecerle. Lo importante no es el destino, ni la lista de lugares a tachar del bucket list, sino ese vínculo irrompible (bonding) que estás forjando con la personita más especial en tu vida.



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