El día en que me enteré que Santa no existe, se me derrumbó el mundo. Al menos por unos instantes. Tenía como siete años y mi mejor amiga de ese tiempo, Séneca, me lo contó tranquilamente. «Esos son tus papas los que te hacen los regalos; Santa no existe», dijo sin mayor titubeo. Me quedé con mil preguntas en la cabeza, pero opté por el silencio. Ese día me arropó una confusión terrible y un gran sentimiento de engaño y vacío. Me sentí traicionada.
Para la mayoría de niños alrededor del mundo Papá Noel es una de las figuras más ansiadas y esperadas a través de todo el año. Según la leyenda, se trataba originalmente de un obispo turco (o griego), muy generoso, tipo Robin Hood, que ayudaba en secreto a los pobres. Usaba las chimeneas de las casas para arrojar oro y, de este modo, se desarrolló la tradición oral. En los Países Bajos le conocen como Sinterklaas, en Estados Unidos y Puerto Rico es Santa, en Inglaterra, Father Christmas, en otros lugares: San Nicolás, Santa Claus o Papá Noel. Durante la Noche Buena, el hombre obeso y barburdo, vestido de un suit rojo y blanco, con correa ancha negra y gorro, viaja guiado por sus renos que cargan un pesado trineo repleto de regalos para los niños que se han portado bien durante el año, según su lista. Según el mito.
Si bien es cierto que la figura de Santa trae mucha alegría y emoción a los pequeños, también hay que decir que, si venimos a ver, invisibiliza el trabajo y todo la producción detrás de esta época navideña.
«Santa siempre se lleva el crédito», me dijo una amiga horita por teléfono.
Ahora que soy madre, me pregunto: ¿no es más sano dejarle saber a los hijos desde una temprana edad, que somos los padres quienes regalamos en Navidad y que no se trata del trabajo o milagro de una figura fantástica, sino de una obra de amor y sacrificio por parte de la familia? De este modo podemos integrarlos en la planificación, en la envoltura, en hacerle una tarjeta a la abuela con papel, o recoger una flor del patio para mamá como regalo navideño. De lo contrario, se espera que todo se haga, todo se compre, todo se planifique, mientras la figura fantástica se lleva el crédito.
El año pasado, mi hijo, que tenía cuatro años entonces, me preguntó: «¿Mami, por qué Santa no te trae regalos a ti?». No supe qué contestarle. Las mamás también merecemos que Papá Noel nos regale. Pero en el mundo de Santa, no hay tiempo para eso. Creo que esto envía un mensaje erróneo a los niños. Si la Navidad es de todos, Santa debe también regalar a todos. ¿O no?
Seguramente algunos padres no coincidirán conmigo o pensarán que derrumbarle la ilusión de Santa a los niños es una forma de maltrato. Insisto que muchas veces somos nosotras, las madres, quienes estamos detrás de toda la producción navideña: las listas, las envolturas, los ahorros para comprar cosas, el estrés, la planificación, la presión, la magia, las reuniones, los dramas familiares, la cocina, la limpieza, el confort para todos. La figura de Santa invisibiliza este esfuerzo y, por ende, le resta importancia. Asumo que las líderes feministas estarían de acuerdo conmigo.
La Navidad debe ser un tiempo de pausa, para descansar, compartir en familia y ser felices. La importancia de todo no son los regalos, la perfección, la competencia, ni el estrés, sino los momentos vividos.
«A veces mi hijo me pregunta por qué Santa le trajo a otro niño un PlayStation y a él, no, aunque se lo haya pedido tres años corridos», añadió mi amiga en la conversación de horita.
A veces como madre, uno no sabe ni qué contestar, aunque, cuando de Santa se trata, las mentiras mantienen viva esa emoción y son la única opción. Por otra parte, el consumismo excesivo se vive y fomenta a temprana edad a través del mito de Santa, resultando en competencia, falsas expectativas y frustración, tanto para los jóvenes, como para sus padres.
Por otra parte, el problema con Santa es que también afecta el proceso de construcción de confianza en los niños, una vez se derrumba. Su existencia implica mentir, como dije anteriormente, implica seguir una ola de consumismo y presión económica. Y todo, ¿para qué?
Según un estudio realizado en 2016 por los psicólogos Kathy McKay y Christopher Boyle, «mentir a los niños, incluso sobre algo divertido y esperanzador, podría debilitar la confianza en sus padres y conducir a la decepción una vez descubren que la magia no es real». También es cierto que a menudo se usa el mito como estrategia de control y manipulación hacia los niños cuando se acerca la época navideña. Pórtate bien, que sino, no viene Santa.
Este es el problema con Santa. Y no se trata de no regalar, o de no tener espíritu navideño, sino de re- enfocar la atención donde merece: en la familia, los detalles, lo tangible. La Navidad es complicada y puede ser una carga, pero la carga compartida, se siente menos pesada y a veces, incluso termina no siendo carga. Si convertimos a la familia en actor principal de la novela y restamos un poco la importancia a Santa, creo que nos iría mejor a todos. ¡Feliz Navidad!


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