La ley de gravedad no siempre aplica en todas partes, sobre todo en la ciudad colombiana de Medellín. Aquí, lo que sube, no siempre baja. Cuando Pablo Emilio Escobar, el zar colombiano de la cocaína, gobernaba la Ciudad de la Eterna Primavera a finales de los años setenta y ochenta, los secuestros, desaparecidos y asesinatos se tornaron la orden del día.
Colombia era el país responsable del 80% de la producción mundial de la coca y un lugar sumido y torturado por la violencia. El centro de la ciudad de Medellín no tenía acceso directo con la periferia y las comunidades más aisladas y marcadas por la pobreza, se hundieron en las tinieblas del mundo del narcotráfico y todos sus derivativos. El Cartel de Medellín controlaba los movimientos de las personas, los autos y la droga. Se abría fuego en cualquier lugar, a cualquier hora.
Las personas que ascendían las empinadas cuestas de la urbe para llegar a los asentamientos más altos, corrían la mala suerte de no siempre regresar. Digamos que en Medellín, no todo lo que subía, tenía la posibilidad de bajar.
Johan, un chofer paisa de 25 años, quién a pesar de no haber vivido esta época, es uno de los muchos jóvenes que también carga con la herida del doloroso y sangriento legado del narcotráfico. Igual que Pablo Escobar, Johan nació en Ríonegro, una comunidad a las afueras de Medellín.
Sus memorias sobre estos años se remontan a las historias de su abuelo, quien en una ocasión se topó con los cadáveres de las victimas de los sicarios tirados en el medio de la carretera, un día mientras conducía. Cuenta Johan que durante el reino de Escobar, los sicarios formaban murallas alrededor de Medellín para obstaculizar el movimiento dentro y fuera de la ciudad. Las personas estaban confinadas a su entorno y el orden civil, la seguridad y la protección a los ciudadanos representaban sueños lejanos para los paisas.
El terror se sembró en cada rincón, y la comunidad nororiental de Bello Oriente- habitada por aproximadamente 250,000 personas y familias víctimas del desplazamiento forzado- no estuvo exenta de la época más corrupta y violenta de la historia paisa.
Los primeros pobladores de Bello Oriente llegaron en los años ochenta, provenientes de otras provincias del país y desde siempre han vivido en condiciones que dejan mucho que desear. Escasean servicios básicos como el agua potable y, en el caso de la electricidad, no es constante. Tampoco hay clínicas de salud y las ayudas gubernamentales no dan abasto para las personas que aquí habitan. Por no contar con actividades recreacionales productivas o educativas, los jóvenes se atraen fácilmente por el bajo mundo, la droga y el narcotráfico y, a menudo, caen presas de esta red mortal.
Hoy día, afortunadamente Medellín no es lo que era durante el reino de El Patrón. Ahora, el cablemetro, un proyecto de transporte publico del cual la Alcaldía de Medellín se enorgullece muchísimo, conecta estos asentamientos con el casco urbano. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro y poco ha cambiado para el interior de la comunidad Bello Oriente y la realidad de sus residentes.
«Aquí siempre habrá guerra porque la guerra es plata y la plata mueve este país», dice Alicia Mosquera, una paisa de 25 años que actualmente cursa estudios de Maestría en el campo de mediación de conflictos y paz, y quien desde hace casi dos años trabaja para la ONG World Vision Colombia como profesional de desarrollo.
En el interior de Bello Oriente, las casas son casi todas iguales. Están construidas a medias, y los techos de zinc se sostienen con ladrillos, escombros o piezas de autos oxidados para evitar que se vuelen. A diario, Alicia viaja en metrocable desde el centro de la ciudad a la parada de Santo Domingo y luego toma un bus de servicio público para subir las empinadas cuestas hasta llegar a la sede de World Vision, donde trabaja con niños, jóvenes y lideres comunitarios en un esfuerzo por dar continuidad a proyectos educativos, de liderazgo y ayuda social. Dice que la mayoría de su familia no entiende o aprueba lo que hace y muchos temen por su seguridad, no obstante, ella siente que su vocación es esta, por lo que hace oídos sordos al asunto.
En World Vision Colombia todo el equipo comparte la misma opinión de Alicia con relación al objetivo de su trabajo con comunidades vulnerables.
«Siempre hemos apuntado a la construcción de la paz», expresa Alexander Ramírez Posada, coordinador de programación y colega de Alicia.
«Formamos y dimensionamos procesos sostenibles para esta comunidades desde hace cuatro años», añade. El eje de este proyecto es la construcción de la ciudad como gestora de la paz, un concepto que ha hecho eco en las últimas semanas con motivo de la celebración del acuerdo de paz firmado entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), el pasado 26 de septiembre, tras 52 años de conflicto y cuatro de negociaciones.
En un esfuerzo por mejorar la imagen de la ciudad de Medellín y promover la cultura, el periodismo y la memoria histórica, se celebra la cuarta edición del Festival Gabo en el Jardín Botánico, un evento organizado por la Fundación Gabriel García Márquez de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), que durante tres días reúne a las figuras mas reconocidas del periodismo, la literatura y las comunicaciones.
Del 29 de septiembre al 1ro de octubre, se celebraron talleres, foros, encuentros, exhibiciones de trabajos multimediáticos, de cine y de fotografía. Todas las actividades son gratuitas y abiertas al público.
Según los testimonios de los foristas, Maruja Pachón y su marido, Alberto Villamizar, le propusieron a Gabo en 1993 escribir un libro sobre sus experiencias durante un secuestro que vivieron durante seis meses y toda la travesía que encarnaron hasta su liberación.
Noticia de un secuestro es un vivo ejemplo de cómo García Márquez siempre fue artífice de la paz en Colombia, a pesar de que vivió más tiempo en el exilio que en su propio país. Estaba obsesionado por los detalles, las figuras de poder absoluto y de por reconstruir la historia del narcotráfico colombiano y esta obra pone en evidencia de que a pesar de no haber vivido durante esta época en Colombia, es como si Gabo nunca hubiera abandonado su país.
Su rigurosidad periodística queda evidenciada en estas páginas y aporta un enorme valor histórico a la historia. Uno de dichos valores principales es que la narración carece de una fecha de expiración y veinte años después de su publicación, continúa siendo relevante, sobre todo en el momento histórico que se vive actualmente en Colombia. Representa, desde luego, un legado para el mejor entendimiento de los procesos que se han producido en los últimos 52 años para las generaciones que no lo vivieron.
Durante el foro, Juan Cruz- director de El País- aprovechó el momento para leer un trozo de la obra de Gabo que pone de manifiesto su relevancia, sobre todo en el presente momento de la historia colombiana.

Va mi gratitud eterna por haber hecho posible que no quedara en el olvido este drama bestial que por desgracia es solo un episodio del holocausto bíblico en que Colombia se consume desde hace mas de veinte años. A todos ellos lo dedico y con ellos a todos los colombianos inocentes y culpables con la esperanza de que nunca mas nos suceda este libro.
A pesar de que han transcurrido ya casi dos años del fallecimiento de García Márquez, es como si nunca nos hubiera abandonado. Su voz sigue haciendo eco y siendo extrapolable ahora más que nunca. Queda a la intemperie el futuro de Colombia y es posible que al igual que todos nosotros, Gabo esté también cruzando los dedos en espera de la más ansiada y merecida paz.
*Este texto forma parte de una cobertura que realizó el equipo de #TintaDigital de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo desde Medellín, Colombia y fue publicado originalmente en http://www.tintadigitalpr.com
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