Recientemente cambié de casa, de barrio y de municipio. Tomé la decisión de trasladarme del campo a la costa con la idea de estar más cerca del mar y tener más espacio personal. Elegí los altos de una casa en una calle sin salida, sin nombre y cuyas casas tampoco tienen número. Pensé que sería casi lo equivalente a estar en paz absoluta, en un lote alejada del caos, el ruido y los vecinos molestosos que siempre aparecen a alegrarle a uno el día. Semana y media más tarde realicé que por más alejado que se viva de los otros, los boricuas estamos, desafortunadamente y desde siempre, en guerra contra nosotros mismos.
Todo empezó hace una semana más o menos cuando subiendo y bajando escaleras, con cajas en mano, muebles balanceados sobre la cabeza y gotas de sudor que bajaban a una velocidad estelar de mi espalda, el vecino de en frente- que vive en una mansión enorme pero de fachada y diseño de poco gusto- iba en su carro con su esposa de pasajera y se detuvieron a hablarme. Unas anchas gafas negras tapaban su rostro y en su sonrisa, un aire de desafío, arrogancia y desagrado permeó el instante.
–Hola, ¿qué tal? ¿Se acaban de mudar?, expresó el hombre.
–Sí, encantada, le contesté.
El small talk se apoderó durante algunos minutos de la conversación, hasta que por fin, pronunció:
–Ah sí, quería decirle que no se estacione en la vereda de al frente porque a la mujer del vecino no le gusta. Se lo digo para que lo sepa de antemano y se evite problemas.
Acto seguido me detuve a observar el lote de tierra vacío, sin ningún cartel de ´propiedad privada´ o indicación de que pudiera pertenecerle a alguien. La grama también estaba sin cortar, en señal de que pudiera estar abandonado o tal vez en venta. En dos ocasiones anteriores había estacionado mi vehículo en aquel lote enorme, que en realidad representaba uno de los pocos lugares seguros donde puedo dejarlo cerca de mi nueva casa. Jamás hubiera imaginado que causaría tanto revuelo y disgusto.
Devolví la mirada al vecino y me quedé sin palabras, atónita. Compartimos alguna que otra otra palabra que ahora ignoro y después de algunos minutos, se dio a la marcha. Me quedé reflexionando sobre sus palabras. ¡Qué manera de saludar a alguien por primera vez, con un regaño!, pensé. Además, ¿qué le importaba a él un asunto del otro vecino (que tampoco es el propietario)? Seguí sin entender…
Días más tarde, paseando a mi perro Bruno, caminé hasta la siguiente calle del barrio a observar la vista del mar y las gigantescas olas. En otro lote vacío, sucio y contaminado por desechos orgánicos traídos del mar y otros no orgánicos tirados por la gente, Bruno se detuvo a defecar. Un hombre mayor lo observaba en la distancia desde su casa al otro lado de la calle. Cuando Bruno terminó, el señor se acercó.
–No se acostumbre a traer a su perro aquí a cagar, ¿sabe?, dijo el viejo.
Atónita nuevamente, me quedé helada y sin poder moverme, antes de contestar:
–Señor, yo también vivo aquí y esto es grama que no pertenece a nadie. Además, yo siempre lo recojo, le contesté, con bolsa de plástico en mano.
–Pues llévelo a su grama, que allá también tiene y no lo traiga aquí, me contestó.
Alucinada con el comentario y la actitud del viejo, me llené de coraje.
–Mire señor, recoja primero toda esa basura que tiene delante de su casa y después hablamos, le dije antes de marcharme de aquel lugar.
Al regresar a casa no pude evitar pensar que en Puerto Rico se vive una guerra. Una guerra, que es una de las peores de todas: la guerra contra nosotros mismos. En los medios vemos cómo los boricuas de la isla se pelean o rechazan a los que se encuentran en la diáspora. El gobierno alimenta esta lucha con campañas absurdas y discriminatorias como: #NoMeQuito y #PuertoRicoSeLevanta. Encima, los que compartimos esta tierra, en lugar de unirnos a reconstruir lo que queda del país, nos peleamos en la carretera, en las filas y a diario donde quiera que nos encontramos. Nos preocupamos por recriminar a otro por estacionarse no sé dónde y regañar a no sé quién porque su perro cagó en tierra de nadie. ¿Son en realidad estos asuntos tan importantes como para levantar una guerra con tu vecino que acaba de mudarse?
De nada sirve recriminar a otro sin antes evaluarte a ti mismo.
No puedo sino pensar que estos ataques constantes que nos hacemos entre nosotros mismos, ya sea por medios presenciales o virtuales, sean reflejo de un problema mayor: el enorme disgusto. Estamos todos hartos, de eso no hay duda. Tras el paso de María y la consecuente destrucción que ha enfrentado la isla, aquí nos encontramos peleando por los pocos recursos, empleos, salarios dignos, servicios básicos y señales de bienestar general que quedan. Ya no tenemos a quién más culpar por nuestra mala fortuna y en la lista de enemigos, no solo se encuentra el gobierno, sino también ahora se le suma el vecino, el hermano, el compatriota. Hemos cambiado la hermandad por la fracción, el compañerismo por la agresión. Los ´buenos días´ por la indiferencia.
Y ahora que todos nos hemos convertido en enemigos, ¿qué podemos esperar de este campo de batalla en el que los brazos cruzados, los insultos y los regaños hirientes representan la orden del día? ¿Es en realidad este el Puerto Rico que queremos reconstruir y en el que queremos vivir y criar a nuestros hijos?
Me niego a aceptarlo y a formar parte de esta trifulca en la que nadie gana y todos perdemos.
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