Soy profesora, periodista y madre. Escribo desde 🇵🇷

Cruzar la frontera


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Cruzamos justo en el momento en que el sol comenzó a anunciar su despedida. Aun quedaban algunos rayos de luz que permitían ver los rostros de los que, junto a nosotros, cruzaban. Recuerdo a una pareja que cargaba grandes bolsas plásticas sobre sus hombros con la mercancía que no habían podido vender en el día. Madres agarradas de la mano con sus hijos que transitaban de prisa sobre el puente, como si tuvieran muchas ansias de volver a casa. Cansadas, con los rostros curtidos por el sol, ingresan los 50 centavos americanos en el peaje peatonal que les permite llegar al otro lado.

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Algunas parejas transitan de un extremo a otro como si se tratara de cualquier otra vía peatonal. Trabajan en El Paso, pero viven en Ciudad Juárez. Un camino en dirección sur lleva a México; el lado opuesto conecta a los Estados Unidos; en el medio: un carril atestado de carros espera a los oficiales de control de documentos para poder ingresar a Texas. Un puente, dos caminos, dos naciones. Pareciera ser que la frontera es un lugar tranquilo, de mucho orden, sin mayores contratiempos. Pero no, me equivoco. Las apariencias engañan.

Antes de haber cruzado, un amigo mexicano nos advirtió que tuviéramos mucho cuidado. Sin pronunciar palabras nos mostró una foto en su celular que había tomado la última vez que estuvo en la ciudad que consideran el epicentro de la violencia mexicana. La imagen capturaba a seis cuerpos ahorcados, todos suspendidos de un puente peatonal. Eran jóvenes pandilleros y mostraban evidentes signos de violencia. Habían sido asesinados por otro grupo delincuente en pleno centro de la Ciudad Juárez. Crímenes así pasan a cada rato, nos contó el amigo. Y lo peor es que la mayoría pasa desapercibido y los culpables no reciben castigo alguno.

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Una bandera mexicana da la bienvenida al otro lado de la frontera. A pesar de que el clima es el mismo, se siente diferente. Negocios de luces coloridas anuncian bebidas, comida y otros productos, algunos de origen dudoso. En cada cuadra hay una farmacia. En cada esquina, gente, actividad nebulosa y basura. Es domingo familiar. En la distancia, un enorme graffiti de Juan Gabriel- el divo de Juárez – decora la ciudad.

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La plaza principal de Ciudad Juárez recoge la arquitectura colonial de cualquier otra ciudad de América Latina. Una catedral alumbra la noche y a su costado se recuesta una capilla más pequeña, cuya antigüedad es de 500 años. En el mismo centro de la plaza un proyector refleja imágenes de un predicador político-religioso. Un grupito se junta para escuchar su discurso frente a la pantalla. Al otro extremo, ex convictos hacen fila para recibir una taza de sopa y un plato de comida caliente que reparte una organización sin fines de lucro. En un banquito cercano un trío de transexuales de tercera edad sonríen entre sí. Un popurrí de personalidades se juntan aquí.

Damos la vuelta a la plaza y llegamos a la calle Noche Triste donde encontramos una carpa en la que una chica vende tortas y enchiladas que tienen buena pinta. Un mariachi se sienta en la mesa de enfrente a cenar algo ligero. No venden cerveza en la calle por lo que optamos por una agua de Jamaica para matar la sed y dos órdenes de comida para saciar el hambre. Se sigue escuchando al predicador en la distancia. Atrás ha quedado el silencio y la desolación de El Paso, aquí se respira otra realidad.

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Hacemos una parada en el Club 15, un bar típico del centro de Juárez con cabida para 30 personas (aunque se podría argumentar que solo caben 15 cómodamente). Una luz roja nos introduce a otro mundo en el que las paredes están decoradas con recortes de revistas de mujeres semi desnudas. El bartender es un hombre de tercera edad que parece haber vivido los últimos 50 años sirviendo tragos y cervezas de litro y medio en el local.

Avanzamos el paso hasta la última parada antes de cruzar la frontera nuevamente. “El Kentucky”, un local decorado al estilo de los pubs ingleses, donde supuestamente se inventó la margarita, nos abre las puertas. Aquí, una vellonera toca por default las canciones de José José y Luis Miguel, ininterrumpidamente. Al cabo de un rato, decidimos emprender nuestro camino de vuelta a El Paso, no sin antes cruzar nuevamente por el puente que divide estas dos naciones.

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No encuentro en mi cartera los 20 pesos mexicanos que debo ingresar en el peaje para poder cruzar la frontera. Son casi las 11 de la noche y el tráfico de vehículos es pesado. Letreros que recuerdan a los viajeros tener todos los documentos a mano, no faltan. La presencia de oficiales armados hasta los dientes y cuya presencia intimida, tampoco.

Caminamos 500 metros hasta entrar en un salón parecido al control de Aduanas en el aeropuerto. Toca mi turno y presento mi pasaporte a la oficial, quien me hace preguntas sobre mi reingreso a los Estados Unidos. “¿Por qué viajas tanto?», me dice en un tono pasivo-agresivo mientras ojea los visados de China, India y Vietnam en mi pasaporte. Intercambiamos algunas palabras y una vez comienza a aumentar mi ansiedad, me deja pasar.

Detrás de mí quedaron otros tantos inmigrantes que también tendrán que contestar preguntas incómodas y otros muchos cuya entrada les será negada. Otros tantos tal vez logren cruzar, pero una vez se encuentren al otro lado, nadie les garantiza nada. Pueden ser separados de sus seres queridos, enfrentar un doloroso proceso de deportación, o representar una injusta estadística más de la política de cero tolerancia del gobierno de Trump. Todo esto me hace pensar en el absurdo de las fronteras, las políticas de terror que laceran el ideal de la democracia y la lucha eterna que enfrentan a diario todos los inmigrantes que escapan de un infierno en sus países, solo para encontrarse con otro, algunas veces incluso peor, al otro lado de la frontera.

*Se estima que como consecuencia de la política de cero tolerancia impuesta por Donald Trump, casi 2,000 niños han sido separados forzosamente de sus padres al cruzar la frontera México/Estados Unidos entre abril y mayo de este año. Las imágenes de niños detenidos en jaulas en los centros de detención en ciudades fronterizas han dado la vuelta al mundo y continúan provocando consternación tanto a nivel local como internacional.

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