Cuando el periodista argentino Martín Caparrós escribió su crónica El sí de los niños, narraba sus experiencias viajando por la isla de Sri Lanka durante la década de 1990. La tan bien narrada y descriptiva crónica recoge las historias de europeos adultos -en su mayoría- que mantenían encuentros sexuales durante sus vacaciones en Sri Lanka con jovencitos cingaleses, a cambio de dinero.
Según un informe sometido en el 2017, se cree que los niños son más fácilmente atraídos a dicha industria que las niñas, sobre todo en las regiones costeras del país. Caparrós le llamó en aquel momento, el centro de la prostitución infantil, a la isla que queda a 883 millas del sur de la India y que hoy por hoy, parece haber dejado atrás ese legado infame para convertirse en uno de los destinos de viaje más populares del 2019.
Aunque no existen cifras oficiales relacionadas a la trata sexual de menores en Sri Lanka y los oficiales prefieren hacer la vista larga cuando del tema se habla, el problema aún existe en algunas regiones del país, aunque ha mejorado en los últimos años.
Cuenta Caparrós:
En la playa de Hikkaduwa reina la concordia: media docena de surfistas australianos repletos de músculos muy raros, un par de familias cingalesas numerosas y vestidas, dos o tres matrimonios alemanes gordos con sus niños, tres o cuatro parejas de viajeros con mochila al hombro, unos cuantos perros, un par de pescadores, los chicos morochitos revolcándose y cuatro o cinco europeos cincuentones mirándolos, sopesando posibilidades.
El turismo es la tercera fuente de divisas de Sri Lanka, detrás del té y la industria textil (…) y un estudio reciente mostró que uno de cada cinco chicos había sido sexualmente abusado en Sri Lanka. La cuestión, últimamente, se está convirtiendo en un problema nacional.

(…)
Releo las páginas del libro Lacrónica, donde aparece la crónica antes mencionada, y la verdad es que además de asombrarme, se me hace difícil pensar que hablamos del mismo país. No encuentro paralelismo alguno entre la Sri Lanka que describe el argentino y aquella de donde regresé hace una semana, después de haberla recorrido doce días de centro a sur y este a oeste.
En los últimos diez años, el país parece haberse transformado y recuperado casi por completo, primero de los residuos de una interminable guerra civil y étnica que duró 26 años (1983-2009) entre cingaleses (budistas, en su mayoría) y tamiles (hindúes del norte del país que quieren formar un estado independiente) y, luego de un devastador tsunami en 2004, que cobró la vida de miles de personas (se estima que más de 30 mil).
Me contó un amigo viajero que visitó Sri Lanka justo antes de que terminara la guerra en 2009, que en Colombo no se podían tomar fotos y si te cogía algún oficial del gobierno con cámara en mano, no tenían reparo en arrancar y desmantelártela. Caparrós cuenta, además, que el control militar en cada puerto durante los años 90 y tiempo de guerra, era latente, pesado y peligroso.
Hoy en Sri Lanka se respira otro aire; el país ha sobrellevado una tremenda metamorfosis necesaria, dolorosa, pero muy efectiva. Queda lejos, la isla, geográficamente hablando, desde casi cualquier país en el mundo (salvo India), y aunque tiene un aeropuerto internacional principal en la ciudad de Colombo, solo entran y salen vuelos de Asia y del Medio Oriente. Para todo aquel que viaje desde América, Australia o Europa, es imprescindible hacer al menos dos escalas… y son largas.
Una vez se aterriza en la capital, un aire húmedo golpea la cara y da la sensación de estar en la India, aunque con menor congestión de personas, tráfico y animales. Las mujeres visten coloridos saris que abrazan sus pieles curtidas por el sol. Pieles que se asoman detrás de telas coloridas, bindis y bisutería dorada…

Ceylán fue colonia inglesa hasta 1947, cuando aprovechó la libertad para cambiarse también el nombre. Aparentemente la isla tuvo otros nombres bajo los reinados portugueses y holandeses, pero desde 1972, el oficial es la República Democrática Socialista de Sri Lanka. El legado colonial aún se percibe y da un contraste sobrio y diplomático a la colorida cultura cingalesa budista. La ciudad de Galle, por ejemplo, es una joya. Sus estrechas calles adoquinadas, el blanco pulcro de sus edificios y la brisa de salitre dan la impresión de estar en el Mediterráneo.

Aquí se come langosta y mariscos que vende el pescador que se pasa el día entero flotando por la bahía sobre su yolita.

A Galle van japoneses de clase alta y exquisito gusto en moda. También lo frecuentan rusos hippies, australianos y hípsters, así como parejas europeas en luna de miel. Viajeros compran vestidos de seda y coloridos patrones en boutiques de ensueño cuyos dueños son artistas locales y del extranjero. Se comen un gelato italiano de avellana y Nutella en el puesto vecino; se pasean con sombrero de Panamá por todos los edificios de legado histórico y arquitectónico colonial: el fuerte, el hospital, el museo nacional y las antiguas mansiones holandesas. Al cabo del día, en Galle no te sientes como si estuvieras en Sri Lanka. Y a las 10 de la noche, la ciudad con todos sus personajes, se va a dormir.

En la década del noventa, sin embargo, parece haber sido muy diferente. Cuenta Caparrós:
Galle está en plena zona de playas y prostitución: es una pequeña ciudad amurallada con un puerto desde donde los portugueses exportaban canela y pimienta, y creo que no hay lugar en este mundo donde el tiempo sea más lento.
(…)

Colombo también es una ciudad que ha presenciado gran metamorfosis en los últimos años. La inversión extranjera millonaria de países como China ha inyectado en el país un importante motor económico y de infraestructura. Los chinos parecen ser los dueños de esta ciudad-nos comenta un taxista- al cruzar por Galle Face Green, una de las zonas donde es más palpable el dinero que entra y sale del país y se edifica en forma de grandes centros comerciales, lujosos hoteles de cadenas y rascacielos con suites de ejecutivos. Circundante a todo el olor a modernidad y capitalismo, se encuentran los conductores de taxi-motos o tuk-tuks, tomándose una siesta al lado de un pequeño altar con un colorido buda recostado en plena carretera. Quien sea que se pasee delante de un altar o figura de buda, coloca sus manos en forma de rezo y se persigna delante de Siddhartha, no importa cuánta prisa tenga. Colombo huele a motores de carros, de motoras y de autobuses. A diario circulan por sus autopistas y vías principales, unos cinco millones de personas, de 20 que habitan a lo largo de todo el país. Sin embargo, a pesar de la congestión vehicular, la ciudad se conserva limpia, ordenada y en buen estado: una amalgama divina entre modernidad, antigüedad y transformación.

Cientos de templos decoran todo el país y mantienen una ferviente devoción budista en casi 95% de la población que sigue esta filosofía de vida. El sincretismo es orden del día, sobre todo en términos de religión y espiritualidad. En el Gangaramaya Temple, el más viejo de Colombo, que no es solo templo, sino también centro educativo, museo, y lugar donde se reúnen aficionados de los artefactos, las estatuas y las curiosidades- se encuentra literalmente de todo. Un enorme y antiguo árbol bodi con cintas colgadas da la bienvenida a los visitantes, una vez se entra por el portón y se remueven y dejan los zapatos en una esquina. A la izquierda una entrada donde aparecen un sinfín de excentricidades: elefantes disecados de tamaño real, demonios de porcelana, figuras de budas chinos, deidades hindúes, más budas- algunos coloridos, otros de oro, de jade y otras piedras preciosas, un círculo de meditación al fondo, devotos que encienden palitos de incienso en una hoguera que quema, la ocasional turista que toma una foto, monjes de cabezas rapadas envueltos en telas anaranjadas, una señora que barre el suelo con una escoba de paja, otra en el fondo que mezcla especies en una olla…
Todo se mueve, nada se detiene y lo que sí se mantiene es la constante evolución de este país.

A pesar de que los alrededores van cambiando a medida que se aventura más tierra adentro, un símbolo parece ser prevalente donde quiera que uno se encuentre en Sri Lanka: la bandera budista, de fondo blanco y rayas a colores, que airea en cada templo, cada altar, monumento, carretera e incluso en las casas de las personas. Y para los budistas siempre hay tiempo para sonreír y entablar una conversación. Por el karma ser uno de los pilares de esta filosofía, el crimen y la actividad ilícita es prácticamente nula en Sri Lanka. El alcohol, por otra parte – aunque no es ilegal- no se considera una práctica muy común en el país, por lo que suelen haber pocos bares y vida nocturna, salvo lugares frecuentados por turistas.

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