Soy profesora, periodista y madre. Escribo desde 🇵🇷

Dos partos, un hijo


Hace seis días nació mi hijo. Aunque gesté solo uno, mi ginecólogo me obligó a parir dos veces. Así es: una muy cerca de ser parto natural, y otra por cesárea. Como tantas y tantas mujeres embarazadas, fui también víctima de la violencia obstétrica: una realidad que trauma, desgarra la dignidad humana, desmiembra el cuerpo y ultraja las experiencias de parto en países como el nuestro.

Mi historia comienza así…

Tras 40 semanas de embarazo saludables, hace siete días comencé a experimentar contracciones fuertes. El bebé ya estaba preparando su éxodo de mi útero. El miércoles en la mañana decidimos encaminarnos al hospital donde daría a luz. Fuimos por un café y un desayuno antes y estacionamos el carro en las afueras del edificio.

Mil y un protocolos después- la mayoría justificados por el Covid-19-, empleados del hospital me subieron a una silla de ruedas y me separaron de mi amor. Le dijeron que cogiera por un lado de un pasillo mientras enfermeros me transportaban a ruedas por otro, hasta llegar a un ascensor. Cuando subimos al quinto piso, ya no volví a tener contacto con mi acompañante. Ni siquiera sabía dónde estaba, ni cuándo podíamos encontrarnos de nuevo. Me acostaron en una camilla para medir mi dilatación y me dejaron saber que aún tenía un largo camino que recorrer: había dilatado 1 centímetro de 10 que faltaban para entrar en parto activo.

El doctor que me atendió nunca entabló contacto visual conmigo. Me introdujo los dedos en mis partes forzosamente, luego salió de la habitación y acto seguido, entró una enfermera. Sin apenas compartir palabras, me dejaron saber que la prueba tenía que repetirse para «estar seguros». En esta ocasión fueron incluso más bruscos. Solo quería que dejaran pasar a mi amor, quien se encontraba desesperado afuera de la sala. Con cada minuto aumentaba mi estado de ansiedad y vulnerabilidad.

Querían admitirme al hospital de inmediato y yo sabía qué significaría eso: era muy pronto y una receta segura para hacerme una cesárea injustificada. Esperé que las enfermeras abandonaran el cuarto. Me vestí y decidí que tenía que salir de aquel lugar frío, inhóspito, carente de empatía y pasivo-agresivo. Toqué puertas buscando salir, encontré todas cerradas. Me escondí del grupo de enfermeras y empleados que laboraban en los pasillos y salas, buscando éxodo. Estaba todo trancado. El doctor que me introdujo los dedos, se percató de mis intenciones y se fue detrás de mí. Le dije que había decidido irme, que asumiría la responsabilidad. Intentó convencerme de que me quedara «por tu bien y el de tu bebé». Me obligó a firmar un relevo de responsabilidad y acto seguido fui corriendo al ascensor a reencontrarme con mi amor, quien había sido escoltado a otra área. Aquello no era un hospital sino una base militar, una cárcel: un lugar donde si entras, te encuentras a la merced de un depravado protocolo.

Parecía como si los empleados se comunicaban entre sí con walkie-talkies y escondían una agenda oculta detrás de sus mascarillas. Sentí miedo, desespero, ansiedad. Me volví a encontrar con mi amor y nos tranquilizamos mutuamente. Regresamos a casa y pensamos una y mil veces qué haríamos. Noah Marcel estaba de camino y aunque no queríamos regresar a aquel lugar, sabíamos que había pocas opciones.

Al día siguiente mi amor consiguió una piscina inflable para que pudiese pasar el dolor de las contracciones -que me acompañó durante esas horas- de la mejor manera posible. A pulmón la llenó y la ubicó en el centro de nuestra sala. Ahí sumergí mi cuerpo y mi abultado vientre. Dentro, Noah Marcel se contraía cada cierto tiempo y causaba que mi barriga se tornase dura y adoptase formas raras. Con cada contracción, aumentaba el dolor y entraba en un trance más agudo. Intenté ubicarme en posición de gato para minimizar la agonía. Inhalaba, exhalaba, hasta que se me pasaba. Caminaba, meditaba, intentaba atraer pensamientos positivos y al cabo de algunos minutos, llegaba otra contracción más fuerte, más dolorosa.

Así estuve largas horas hasta que decidimos regresar al hospital. Era la 1:00 de la mañana del jueves. Durante todo el camino estuve en cuatro patas en el asiento trasero intentando minimizar la agonía de las contracciones, que ya eran mucho más agudas. Del edificio principal del hospital nos hicieron pasar nuevamente a la Sala de Emergencias a registrarme. Me subieron a otra silla de ruedas. Quinto piso. Separación de mi amor. Enfermeras y personal nuevo me atendieron en un cuarto frío y sumergieron sus dedos en mi vagina.

Ya había dilatado 4 centímetros y estaba más cerca del parto activo. Se me hacía difícil canalizar el dolor. Gritaba, gemía y aumentaba. El orden de los sucesos a partir de ese momento se tornan borrosos. Pasaron varias horas, mi amor logró que le dejaran acompañarme. También frustrado y vulnerable, intentó disimular el mal rato delante mío.

Me transportaron a otro cuartito. Me amarraron unas correas rosadas apretadas al vientre. Allí estuve largas horas. Me acompañaron varias enfermeras que iban rotando, no sé cuál menos empática que la otra. Me dijeron que pujara con cada contracción. Mujer que haya parido sabe lo doloroso que resulta esto. Sin embargo, no me rendí. Pujé y pujé como si no hubiera mañana. Estaba decidida que Noah quería y tenía que salir. En cierto momento entró mi ginecólogo. Con aires prepotentes de Marco Polo paseándose por aquellos pasillos, apenas nos sonrió ni saludó. Parecía como si tuviera cosas más importantes que hacer y le molestaba tener que estar allí esperando que pudiese parir a mi hijo.

Con una mano haló la cortina y entró al cuarto donde me encontraba pujando. Se echó gel sobre los guantes y sin comunicar apenas palabra, me introdujo los dedos dentro del útero para medir la dilatación. De 6 subí a 7 centímetros y en algunas horas- ya exhausta y completamente adolorida- había alcanzado 10 centímetros de dilatación. El niño se encontraba ya en el canal de parto a punto de salir expulsado cabeza primero. Una enfermera partera me acompañó durante parte del proceso. Me sostuvo las manos, la cabeza, los brazos. Me compartió palabras de aliento y positivismo. «Lo estás haciendo muy bien», me decía. Me devolvía esperanza a pesar del agotamiento y la agonía. Sentía ya a mi niño muy pronto a salir. Quedaba poco para salir de aquello.

Abrí los ojos y sentí otro halón de cortina. Había llegado el doctor nuevamente. Gel en dedo, dedo en vagina. Ya se estaba volviendo una rutina aquello. De repente se interrumpió el silencio. «Podemos esperar dos horas más, pero hay que tomar una decisión ya», dijo. Su argumento era que si esperábamos más, podían bajarle los latidos del corazón al niño. Que era un peligro. Que la cabeza del bebé era muy grande y no podía pasar por el canal. Que se le estaba poniendo de forma de cono y eso representaba una amenaza. Que había que, a todo costa, hacerme una cesárea. Se me inundó la mente de miedo, de angustia. Me bloqueé. No pude razonar. Tenía 10 centímetros de dilatación. Estaba tan y tan cerca. Pero según el doctor, quien no me dio la oportunidad, tan lejos.

20 minutos más tarde me transportaron a la sala de operación. Epidural inyectada en la espina dorsal, máscara de oxígeno en cara, sentí cómo perdía la sensación en las piernas. Me tumbaron sobre una camilla y taparon mi visibilidad con una cortina de papel. Nadie me explicó qué pasaría, cómo sería el procedimiento. «Todo estará bien, princesa, ese es el último dolor que sentirás», me expresó el anestesiólogo, que parecía más que nada un dandy. Me habían separado nuevamente de mi amor, pero ya no tenía fuerzas para reclamar.

Me fui de este mundo por un segundo, tal vez conscientemente. Aquello no era lo que había planificado. Me habían descarrilado a mí y a mi hijo. Un tajo, mucha hostilidad, grandes dosis de sangre después, escuché un llanto. Me pegaron la carita de Noah Marcel a la mía, pero apenas pude verlo. Lloré desconsoladamente. Me percaté en ese momento que tenía ambos brazos en forma de crucifixión y no podía mover el hombro izquierdo. Me quejé con la enfermera pero no hicieron nada para aminorarme la molestia. No podía moverme. ¿Dónde estaba mi amor? ¿A mi hijo, dónde se lo llevaban? Lloré y lloré hasta que me transportaron a otra sala donde me recuperaría sola debajo de una sábana de papel, mucho frío y tristeza.

Solo recuerdo la voz de mi amor susurrándome y colocándome su abrigo por encima. Temblaba del frío y de la anestesia, pero más por la incertidumbre y el dolor que sentía en el alma. Se llevaron al niño cuatro horas. Cuatro horas no supimos de él. Mi amor logró enseñarme algunas fotos que tomó del pequeño en la sala de operaciones. Era precioso, estaba sano y eso era lo principal. Sin embargo, el dolor que sentía era más fuerte que todo lo demás. 

La violencia obstétrica fue descrita por el experto en salud pública Javier Morales como aquella que ejerce el personal de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, a través de un trato deshumanizado o una medicalización excesiva de los procesos naturales. Además, puede resultar en heridas físicas y traumas emocionales permanentes. Las cesáreas y atención innecesaria también pueden ser un acto violento. 

(…)

Los próximos tres días fueron tortuosos. Tuvimos que pernoctar en el hospital los tres en un cuarto compartido con otra madre recién parida y su madre. Pero lo peor no era eso sino el protocolo del hospital que permitía y fomentaba un ambiente de cero consideración, empatía y profesionalismo. Cada enfermera se tomaba la libertad de halar la cortina de nuestra habitación para entrar y tomar vitales varias veces cada hora, hacerle mil y una pruebas al niño, sacarme sangre y agujerearme más las venas a mí y hacer mil preguntas cada una más tonta e inoportuna que la última. Con cada cambio de turno, llegaban manadas de enfermeras a preguntar el número de pulsera mía y del niño, en qué mano tenía el suero, mi nombre completo, fecha de nacimiento, etc. etc. En otras ocasiones entraban doctores con cuatro o cinco estudiantes practicantes al cuarto a usarnos de ejemplo para sus clases. 

El suero que me pusieron estaba conectado a una máquina con mil y un cables y pitaba descontroladamente por cualquier razón. Bip bip bip bip. Cada tres horas pitaba más si no estaba enchufado a la pared porque se quedaba sin carga. Había que llamar al botón para que llegase una enfermera a apagarlo. Para ir al baño era una misión no enredarse con los cables u ocasionar un accidente. La herida de la cesárea no me permitía apenas moverme. Tenía todo el cuerpo demacrado por mis dos partos: el que tenía que ser y el que me obligaron a tener. Tensión, agobio, agotamiento y dolor me inundaban la piel y la mente. No se podía conciliar el sueño, la tranquilidad, respirar en paz. La tortura china era un nene de teta al lado de eso. Y todo se justificaba con las palabras: es protocolo del hospital.

Le tengo más miedo al protocolo que al Covid, dijo mi amor ya harto de la situación a la que nos tenían sometidos. Hacías preguntas a las enfermas y obtenías pocas – si alguna- respuesta. El ginecólogo solo vino a visitar dos veces por un máximo de 5 minutos en total. No había a quién reclamar, con quién dialogar, en quién confiar.

Al segundo día llegaron con los resultados de un CBC que indicaba que tenía los niveles de hemoglobina en 6 (el índice más bajo es de 11). Tenían que hacerme una transfusión de sangre porque había perdido demasiada durante la cirugía y el casi-casi parto natural. El escenario no parecía que podía tornarse más tétrico, pero así fue. A las cuatro horas trajeron la primera pinta, luego la segunda. Más pinchazos. Bip bip bip bip. Más dolor. Otra noche sin sueño.

(…)

Llegó por fin el domingo y mis índices de hemoglobina habían subido a 9.5. Ya podían darnos de alta. Aún temerosos de que llegarían a anunciarnos una mala noticia de que tendríamos que quedarnos en aquel lugar nefasto y violento algún tiempo más, dudamos hasta el final. Nuestra compañera de cuarto nos compartía su experiencia- también desagradable- mientras esperábamos el papeleo del alta. Nos contó que ella, igual que yo, había sido víctima de violencia obstétrica. Que le rompieron fuente con un instrumento de metal, que le indujeron el parto antes de tiempo, que la trataron con poca humanidad y empatía, que sentía que le habían violentado los derechos. El trauma fue tanto que decidió tras una cesárea, también esterilizarse para no tener que vivir una experiencia similar nunca más.

Ese día logramos salir de aquel infierno. Nos fuimos los tres, nuestra nueva familia, con enormes sonrisas y sintiendo gran alivio a nuestra casa, a empezar una vida juntos. Las heridas de esta experiencia nos han hecho más fuertes como unidad y aunque no queremos seguir repasándolas, es importante el desahogo y la canalización de emociones. Este capítulo es parte de nuestra historia. Y apalabrar es también una parte importante de sanar.

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